He escuchado más de una vez que algunas tribus se niegan a ser fotografiadas porque esas máquinas roban las almas.
Quizá sí que lo hagan, a su manera.
O quizá no sea el alma lo que roban, sino emociones.
A mí, en cierto modo, me pasa.
Una vez estaba muy enfadada y fotografié una cuerda a punto de romperse. El enfado desapareció.
Otra vez sentí que alejaba a la gente para autoflagelarme, hice un fotomontaje en el que salían pinchos de mi columna vertebral. La angustia se desvaneció poco a poco.
Me sentía demasiado diferente por dentro y por fuera y al representarlo en la foto encontré algo de paz.
Así que quizá esta vez vuelva a funcionar.
A ver si la cámara es capaz de enjaular las lágrimas y de alejar el dolor de lo inevitable una vez más.